Por Gonzalo Vejar Paz, antropólogo.
Se habita en un contexto desfavorable para la práctica política institucional, para actuar como militante o simpatizante de algún partido político, por el desprestigio de esta actividad, que se ha nutrido de malas prácticas, relación impropia, espuria y endogámica entre dinero y política, escasa probidad de algunos líderes y militantes, escándalos transversales de corrupción e ilegalidades para financiar campañas electorales.
La deslegitimación y desafección ciudadana con la política formal e institucional ha sido ampliamente expuesta por analistas, medios de comunicación y redes sociales, creciendo preocupantemente la abstención electoral y la desconexión de los partidos políticos con la sociedad civil y los movimientos sociales, acostumbrados fundamentalmente a un contacto de corte clientelar. Además, se ha acentuado la privatización de lo público, con una “democracia semi soberana” que se ha supeditado al dinero, aparejando desprestigio y descrédito de la clase política y la elite, con crisis de legitimidad, confianza y credibilidad.
En este escenario conviven, por una parte, una ciudadanía pasiva e indiferente, con otra definitivamente descontenta, que elabora un pensamiento crítico y que está dispuesta a movilizarse para generar cambios. Por ende, un rechazo y descontento por la política institucional no implica necesariamente un desinterés en lo político, o sea, en los asuntos susceptibles de discutirse públicamente.
Quienes optamos por el camino de la militancia tenemos la responsabilidad de poner por delante la ética contra la decadencia política – vislumbrando nuevos horizontes y umbrales éticos –, considerando aspectos ideológicos, doctrinarios y programáticos en nuestro actuar, con la finalidad de que no se naturalice la incorrección de algunos actores y los militantes se sientan legitimados para actuar del mismo modo.
Los que hemos entendido la política como la lucha por imponerse y hegemonizar el campo social, debemos participar de las decisiones que nos afectan como comunidad, en deliberaciones sociales amplias, con diversidad de actores, ya que se ha establecido que la legitimidad de las acciones es tan importante como su eficacia. Así, hay que fortalecer y potenciar la relación de los partidos con la sociedad, la ciudadanía y los movimientos sociales históricos y emergentes.
Los próximos comicios electorales municipales entregan la alternativa de fortalecer la discusión y definición ciudadana sobre programas y estilos de liderazgo, ya que la presentación de programas permite que la ciudadanía se pronuncie sobre la base de propuestas concretas, susceptibles de evaluarse en su cumplimiento. En este sentido, el Programa de Gobierno se puede constituir en la amalgama que une a actores locales de diversas proveniencias, pero que comparten una postura crítica común, tomando forma la articulación de una fuerza que movilice la indignación en una dirección transformadora, permitiendo procesar las posibles tensiones y conflictos entre aliados (sin perder de vista que una Democracia más densa y de alta intensidad acepta los conflictos y las tensiones, ya que son funcionales para su perfeccionamiento). Por tanto, se configura un cuerpo teórico y una retórica argumentativa, cuyo telón de fondo es la comuna del futuro.
Las diferentes propuestas que se presenten a los vecinos deben estar cruzadas transversalmente por definiciones políticas, como por ejemplo, jugarse decididamente por el fortalecimiento democrático y la participación de la ciudadanía en asuntos locales relevantes a través de ejercicios democráticos deliberantes, como por ejemplo Presupuestos Participativos o Iniciativas Populares de Ordenanzas. En definitiva, transferencia efectiva de poder al ciudadano, potenciar las capacidades locales, aumentar mecanismos de control y legitimidad democrática y robustecer la organización de la ciudadanía y de la sociedad civil de base local, con la finalidad de enfrentar el desapego ciudadano por la política y los asuntos colectivos.