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11 de septiembre de 1973, el día en que cayó la larga noche

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guillermo chávez

Por Guillermo Chávez.

Memorias de un provinciano que de puro curioso se encontró bajo el fuego que destruyó La Moneda. 

Santiago. Calle Morandé con Alameda de las Delicias, donde entonces no quedaban vestigios de tal alameda ni de monumentos sino un gigantesco agujero en toda su extensión por donde un día habría de pasar un tren por debajo del cemento, decían.

Son las ocho de la mañana del martes once de septiembre de 1973. El cielo de la mañana ya es de primavera y resulta tentador caminar lentamente hacia la calle Moneda mientras asoma la liebre 25 Pirámide-José María Caro, la que cada mañana debe conducirme lo más cerca de la Editorial Nascimento, en calle Arturo Prat 1428.

Pero la 25 no aparece y la calle se muestra extrañamente despejada. Me atrevería a asegurar que se puede ver hasta más allá de Catedral y no se vislumbra ni una modesta citroneta a la distancia.

En medio de esa exacerbante tranquilidad matinal, una escena extraña me detiene justo frente al vetusto palacio presidencial: unos curiosos vehículos pequeños, no más largos que un Peugeot 404 pero más altos, blancos en la parte inferior y negros arriba. Se desplazan rápido y toman ubicación alrededor de La Moneda. Así todo, a pesar de ese movimiento, no se ve un alma alrededor, excepto la guardia de Palacio.

Eran las tanquetas, unos frágiles vehículos de represión fabricados para los carabineros y que ya habían sido utilizados para rechazar el tancazo de julio.

No pude ver más en ese sector. Un camión con barandas de madera que transportaba a un grupo de trabajadores se detuvo en el semáforo y todos invitaban a subir, ¡a la Gran Avenida, compañero! Decían que se habían alzado los milicos, que se dirigían al cordón industrial sur a organizarse para reprimir el movimiento. A mí nada más me interesaba que me dejaran a la altura del catorce mil, pasado de avenida Matta.

Desciendo apresurado del destartalado camión y corro para marcar tarjeta con hartos minutos de atraso.

 

“Esto se va a acabar”

Al ingresar a los talleres, un silencio de motores, de miradas, de caras alarmadas de los operarios, con miedo, con valor, con hasta aquí no más llegamos, me hizo pensar que esto era el final.

-Está mala la cosa- comentó el prensista Corvalán.

-Hay que esperar qué ordena el sindicato- advirtió su compañero Humaña.

Manuel Maldonado, siempre con los pantalones más cortos que las piernas, masculló, “ya está bueno que alguien llegue a ordenar este mierda”.

A través de una radio se llamaba a los trabajadores a salir a las calles para defender al gobierno popular. Ya se organizaban los obreros para unirse con otros en el sector de la viña Concha y Toro.

Cerca de las diez, por Radio Pacífico, la voz del Presidente Allende llama a retirada, a no exponerse innecesariamente. Ya todo está perdido…

Desde los baños, el tontito Salazar canta con ritmo de cumbia, “esto se acaba señores, esto se va a acabar”.

De las linotipias llega un extraño olor a plástico quemado; los militantes de partidos arrojan sus carneces en el crisol del antimonio fundido.

El propietario de la editorial, don Carlos George Nascimento, un ilustrado hombre hijo de portugués, que publicó a los mejores criollistas de la Frontera, y hasta a poetas como Neftalí Reyes, no se apareció ese día.

Pasado las diez, alguien puso llave a la puerta de fierro de la editorial y cada uno tomó su camino.

Los más, siguiendo las recomendaciones del Presidente, decidieron hacer un rodeo para llegar hasta sus casas.

Los menos, sólo dos, Ricardo Aros y este escribidor, tomaron la ruta del atrevimiento. Había que ver que sucedería.

Con 19 años cada uno, la osadía y la imprudencia nos indujo a caminar confiadamente hacia el norte, por calle Prat directo a la Alameda, donde ya se anunciaba que se iniciaría el bombardeo a la Moneda, lo que prometía ser todo un espectáculo.

 

El poeta Aros

Con Aros sostuve las primeras conversaciones sobre literatura y arte. Era santiaguino del sector San Pablo y yo de provincia, nos entendíamos bien. Escribía poemas, era diseñador de portadas y yo su ayudante. Para Aros Los Beatles ya eran pasado, burgueses decía, y comentaba haber leído la novela más alucinada de un desconocido autor argentino. “Rayuela” era el extraño título.

En eso íbamos, hablando quizás de sicodelia, de rock, de Jim Morrison muerto hacía poco cuando en cada esquina una patrulla nos obligaba a torcer hacia el oriente, al poniente, o a retroceder que era lo que más evitábamos, hasta que al final nos encontramos a cien metros del palacio presidencial, sólo separados por la ancha Alameda.

Estábamos ya frente a la Moneda, y el bombardeo se hacía inminente según escuchábamos en una pequeña radio portátil Sony, que aún conservo de recuerdo.

En uno de esos recovecos habíamos enfrentado la primera escena de pavor. En Gálvez, un pasaje paralelo a San Diego y que al parecer ya no existe, están los primeros detenidos, periodistas y trabajadores del Diario Clarín, y algunos cuerpos cubiertos con frazadas plomas paralelamente ordenados sobre la acera.

Entre los uniformados, bomberos voluntarios colaboran para mantener la situación controlada  y caminan sobre los cuerpos.

Cosa curiosa, somos los únicos civiles a menos de cien metros a la redonda y ningún militar acusa nuestra presencia. Los disparos arrecian. Cerca del mediodía se siente el vuelo rasante, de sur norte, de una pareja de “jokeranters”, que al regreso dejan caer la primera descarga sobre el edificio, en tanto disparan ráfagas de metralleta sobre la calle.

Un estremecimiento de muerte nos embarga. “Murió el Chicho”, comenta Aros y se le nublan los ojos. Los aviones continúan sus vuelos rasantes con sus ensordecedores estruendos por encima nuestro, sin ningún cobijo. Imposible precisar cuánto duró esa pesadilla y sólo largos minutos después se pudo observar las primeras columnas de humo. Lo que quedó de la Moneda comenzaba a ser consumido por las llamas.

El ruido de las bombas acallaba los disparos a los lejos entre militares y civiles.

Ya era suficiente. Demasiada emoción para una mañana. Ya sin más deseo de aventuras, consideramos prudente emprender la retirada y lo hicimos por Alonso de Ovalle, mudos, sin comentar una palabra, hasta que al llegar a calle Dieciocho escuchamos la orden de ¡deténganse!

Era una nueva patrulla, esta vez más severa. Sólo alcanzo a ver los rostros de los soldados, cabritos, tan asustados como nosotros, antes de ponernos contra la pared.

Uno de ellos hurga en mi bolsa de mezclilla. Inexperto, introduce un corvo y toca algo duro, metálico, redondo. Frenético, alarmado, llama a su compañero y entre ambos descubren en el fondo algo que se imaginan podría ser una bomba antipersonal.

Se alejan, me apuntan. Vienen otros militares a constatar si el artefacto puede ser o no explosivo. Para ello lo extraen cuidadosamente y resulta ser una olla de aluminio con tapa a presión. Al abrirla con mucha precaución, queda al descubierto una sabrosa cazuela de pollo con su correspondiente choclo y porciones de papa.

Luego, el conscripto tapa la olla y deja la bolsa en el suelo, sin percatarse de que en el fondo hay una docena de libros de la Nascimento, entre ellos “Educación y lucha de clases” de Aníbal Ponce, ejemplares que la editorial entregaba a cada trabajador y que aproveché de cargar esa mañana con la sospecha de que no volveríamos.

A mi lado, Ricardo Aros era inspeccionado minuciosamente y un documento llamó poderosamente la atención de un clase.  Debió ser el carné de militante del PC que no tuvo la precaución de quemar.

-Vos te quedáis detenido –le dijeron.

-Y vos arranca, conchetumadre- me dijeron.

Fue la última vez que vi al poeta Aros. Nunca más supe de él porque jamás volví.

Corrí como nunca lo he vuelto a hacer, sorteando los gigantescos montones de tierra y los hoyos abiertos para construir el metro que se extendería hacia el sur.

Dejé el lugar de la tragedia y llegué a casa, donde nunca conté esta aventura. A las tres de la tarde se declaró el toque de queda en todo el país y luego se confirmó el suicidio de Allende. No había muerto durante el bombardeo como creyó Aros.

Cuatro días después salía el primer tren atiborrado de pasajeros y en él volvía al sur.

En el país, ese martes 11 había comenzado el horror…

Guillermo Chávez en un Hawker Hunter

 

23 años después, el autor de esta nota fue invitado a volar en uno de los Hawker Hunter que bombardeó La Moneda, poco antes que la Fach los diera de baja.

 


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